Cuando he hablado del origen y el sentido de la vida desde un punto de vista ateo, en ocasiones se me ha respondido que "de la nada no puede salir algo", justificando así la existencia de una deidad creadora del universo. Sin embargo, este argumento también carece de sentido lógico: si de la nada no puede surgir nada, entonces tampoco puede surgir una deidad.
El punto al que quiero llegar con todo esto es el siguiente: no sabemos por qué existe la existencia, pero sabemos que existe. Esa es la única certeza que tenemos. Esto nos demuestra que la existencia es coherente y posible; por tanto, la no-existencia absoluta sería imposible o, al menos, ilógica desde nuestro marco de comprensión. El verdadero límite está en nuestra propia inteligencia, que no nos permite comprender del todo la realidad. Pero esa limitación no implica necesariamente que hayamos sido creados por una deidad.
A veces cometo el error de imaginar a un dios como un superhumano, una figura poderosa que crea todo con sus manos, como lo haría un artesano. Sin embargo, también existe la idea de una deidad como una fuerza inmaterial, una energía o una conciencia inmensa e indefinida. Desde mi perspectiva, la primera concepción me parece demasiado simple y antropocéntrica para explicar una realidad profundamente compleja. La segunda me resulta más coherente, aunque difícil de distinguir de ciertas explicaciones científicas: ¿hasta qué punto esa "energía espiritual" no es simplemente una interpretación mística de fenómenos físicos aún no comprendidos?
Existen teorías científicas que explican el origen de la vida a través de una combinación de materia, energía (como la electricidad), y reacciones químicas. Que todos estos factores se alinearan en el momento y lugar adecuados puede parecer improbable, pero no imposible. Y es importante no confundir estos términos: lo imposible no ocurre jamás, pero lo improbable puede suceder, aunque requiera condiciones poco comunes. Por eso, no me parece descabellado pensar que la vida, y por tanto nosotros los humanos, hayamos surgido como fruto de la aleatoriedad y del tiempo. Por pura probabilidad, pudo originarse una célula viva unicelular, y gracias a la evolución, esa célula ha llegado a convertirse en lo que somos hoy.
Una vez entendido el posible origen de la vida desde una perspectiva atea, nos preguntamos: ¿cuál es entonces su sentido? He leído muchas opiniones, pero con la que más me identifico es con la del filósofo Albert Camus, creador del absurdismo. Camus sostenía que el ser humano se enfrenta a una tensión entre el deseo de sentido y un universo indiferente. Ante esta situación, planteó tres posibles respuestas:
El punto al que quiero llegar con todo esto es el siguiente: no sabemos por qué existe la existencia, pero sabemos que existe. Esa es la única certeza que tenemos. Esto nos demuestra que la existencia es coherente y posible; por tanto, la no-existencia absoluta sería imposible o, al menos, ilógica desde nuestro marco de comprensión. El verdadero límite está en nuestra propia inteligencia, que no nos permite comprender del todo la realidad. Pero esa limitación no implica necesariamente que hayamos sido creados por una deidad.
A veces cometo el error de imaginar a un dios como un superhumano, una figura poderosa que crea todo con sus manos, como lo haría un artesano. Sin embargo, también existe la idea de una deidad como una fuerza inmaterial, una energía o una conciencia inmensa e indefinida. Desde mi perspectiva, la primera concepción me parece demasiado simple y antropocéntrica para explicar una realidad profundamente compleja. La segunda me resulta más coherente, aunque difícil de distinguir de ciertas explicaciones científicas: ¿hasta qué punto esa "energía espiritual" no es simplemente una interpretación mística de fenómenos físicos aún no comprendidos?
Existen teorías científicas que explican el origen de la vida a través de una combinación de materia, energía (como la electricidad), y reacciones químicas. Que todos estos factores se alinearan en el momento y lugar adecuados puede parecer improbable, pero no imposible. Y es importante no confundir estos términos: lo imposible no ocurre jamás, pero lo improbable puede suceder, aunque requiera condiciones poco comunes. Por eso, no me parece descabellado pensar que la vida, y por tanto nosotros los humanos, hayamos surgido como fruto de la aleatoriedad y del tiempo. Por pura probabilidad, pudo originarse una célula viva unicelular, y gracias a la evolución, esa célula ha llegado a convertirse en lo que somos hoy.
Para ilustrar este concepto, me gusta recurrir a una historia: si un mono inmortal golpeara un teclado por toda la eternidad, tarde o temprano terminaría escribiendo El Quijote. La probabilidad no implica intención, pero permite resultados sorprendentes.
Una vez entendido el posible origen de la vida desde una perspectiva atea, nos preguntamos: ¿cuál es entonces su sentido? He leído muchas opiniones, pero con la que más me identifico es con la del filósofo Albert Camus, creador del absurdismo. Camus sostenía que el ser humano se enfrenta a una tensión entre el deseo de sentido y un universo indiferente. Ante esta situación, planteó tres posibles respuestas:
Suicidio físico: renunciar a la vida al no encontrarle sentido.
Suicidio filosófico: convencerse de que la vida tiene un sentido impuesto (por religión, ideología, etc.), aun sin pruebas, viviendo en una especie de autoengaño.
Aceptación del absurdo: abrazar el sinsentido, vivir sin esperanza trascendental pero con plena conciencia, y aun así, elegir seguir adelante con alegría y rebeldía.
Es importante destacar que, para Camus, el suicidio era una respuesta seria, pero filosóficamente insatisfactoria. En lugar de rendirse, defendía una forma de vida que, sin negar el absurdo, lo enfrentara con dignidad y libertad.
La vida no tiene un sentido objetivo. Nosotros, como seres vivos, simplemente formamos parte del ciclo de la materia. Para mantenernos con vida, necesitamos obtener energía de alguna fuente. Las plantas lo hacen mediante minerales y reacciones químicas con elementos inertes. Los animales, en cambio, debemos arrebatar esa energía a otros seres vivos (a nivel general) . Para que uno exista, otro debe dejar de hacerlo. Es una realidad cruda, pero también coherente: una crueldad funcional que solo es percibida como tal desde una perspectiva subjetiva. Cuando dejamos de vivir, perdemos nuestro equilibrio energético y volvemos a ser materia inerte. Así, regresamos al punto de partida, cerrando un ciclo natural sin necesidad de un propósito superior.
Es importante destacar que, para Camus, el suicidio era una respuesta seria, pero filosóficamente insatisfactoria. En lugar de rendirse, defendía una forma de vida que, sin negar el absurdo, lo enfrentara con dignidad y libertad.
La vida no tiene un sentido objetivo. Nosotros, como seres vivos, simplemente formamos parte del ciclo de la materia. Para mantenernos con vida, necesitamos obtener energía de alguna fuente. Las plantas lo hacen mediante minerales y reacciones químicas con elementos inertes. Los animales, en cambio, debemos arrebatar esa energía a otros seres vivos (a nivel general) . Para que uno exista, otro debe dejar de hacerlo. Es una realidad cruda, pero también coherente: una crueldad funcional que solo es percibida como tal desde una perspectiva subjetiva. Cuando dejamos de vivir, perdemos nuestro equilibrio energético y volvemos a ser materia inerte. Así, regresamos al punto de partida, cerrando un ciclo natural sin necesidad de un propósito superior.
En resumen, no necesitamos recurrir a una deidad para explicar el origen ni el sentido de la vida. Aunque no comprendamos del todo por qué existe algo en lugar de nada, sabemos que la existencia es real. A través de la probabilidad, el tiempo y la evolución, la vida pudo surgir sin intervención divina. Y aunque la vida carezca de un sentido objetivo, como propone Camus, podemos elegir vivir con libertad, conciencia y dignidad, aceptando el absurdo como parte natural de nuestra condición.
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